Por su actualidad a continuación reproducimos la conferencia impartida por el doctor Jérôme Lejeune, médico y profesor de genética, en París en 1980. (capítulo extractado del libro “En el comienzo, La Vida” Conferencias Inéditas (1968-1992) https://fundacionlejeune.es/2019/04/16/en-el-comienzola-vida-conferencias-ineditas-1968-1992/
Es una triste elección la que ustedes han hecho como tema de clausura de su año. Es una triste elección por la forma, debo decir, y sin ánimo de crítica, con afecto, por la forma en que se les ha presentado en el papel que se les ha enviado, y que decía: «¿Podremos morir con dignidad pronto?». No soy yo quien había visualizado que pronto podríamos morir de forma diferente de como ha ocurrido últimamente, de donde me surge una primera corrección: «¿Podremos, por fin, morir con dignidad?». Pienso que «por fin» es demasiado, porque todos acabaremos muriendo. Lo último es que siempre podremos morir con dignidad y que siempre hemos podido.
No es cosa fácil, pero es algo en que los hombres han pensado desde que existen. Desde que hay creyentes, se sienten forzados a hacerlo. Y desde que hay cristianos, les hemos explicado cómo hacerlo. Pero, a decir verdad, no es de eso de lo que trataremos hoy, y no he venido aquí para pronunciar una conferencia acerca de teología de la muerte ─por otro lado, no sería capaz─, sino a hablarles de lo que está pasando en otros países, que se nos envía, como la peste y el cólera, en los barcos, por medio de los viajeros, incluso por los mass media: la radio, la televisión, etc.
Introducción
Hace como una docena de años que asistimos en el mundo civilizado al primer ataque contra los niños. Se lanzó la campaña del aborto. Esto comenzó en América hace unos quince años.
Ahora llega la segunda ola. Tras atacar el comienzo de la existencia, toca ahora atacar a su fin. Los buhoneros de la muerte han llenado sus maletas: una palmadita en la espalda y a seguir; han cogido el bastón de peregrino y van de facultad en facultad tratando de capturar conciencias para, utilizando los sentimientos, llegar a crear una sensación de desasosiego.
Es exactamente la misma técnica, el mismo desarrollo, la misma estrategia que se utilizó para los niños, la que se está utilizando ahora con los ancianos.
Lo que vale la pena ver son las firmas de los peticionarios. Como ustedes saben, todos los movimientos pseudo-humanitarios y presuntamente racionalistas funcionan a golpe de peticiones. Siempre hay algunos premios Nobel de servicio para encabezar la lista de firmantes, así como personas conocidas que empiezan a alistarse, unos detrás de otros, según un orden bastante confuso, porque son siempre los mismos y siempre están los mismos nombres.
Quizá recuerden que, en Francia, el primer ataque importante acerca de la eutanasia fue un artículo americano en el periódico The Humanist, ya pasado de moda. Este texto de agosto de 1974 fue el primer ataque, seis meses después de la ley del aborto. Las personas que defendían la vida fueron acusadas entonces de hacer juicios prematuros, de juzgar intenciones, porque decían: «Ustedes comienzan por matar a los niños y continuarán matando a los ancianos». Esas personas no hacían sino prever un proceso estrictamente ineludible: «No podemos matar de vez en cuando sin llegar a acostumbrarnos».
La astuta lógica del diablo o los asesinos «caritativos»
Con el primer muerto nos convertimos en homicidas y el segundo cuesta menos que el primero. Es de una simplicidad tal que se ha hecho así históricamente.
La campaña la inició, en nuestro país al menos, The Humanist, y estaba respaldada, como les decía, por algunos premios Nobel de guardia. Los abajofirmantes lo hacían por razones éticas, con declaraciones ampulosas ─que no les leeré, aunque se pueden imaginar el carrete que les daban─, diciendo que para los racionalistas no debería haber objeción a la eutanasia. Eso está así en el texto. Esto es muy importante, pues son los más materialistas los que tienen más ganas de eliminar la existencia.
Parece un contrasentido, aunque muy lógico. Es la lógica del diablo, y por eso está al revés. Este documento establece una diferencia entre el método pasivo y el método activo y la eutanasia pasiva. El activo mata al enfermo y el pasivo lo deja morir.
Es curioso ver cómo los racionalistas mezclan así el activo y el pasivo; es signo de una contabilidad malísima. No se comprende que se pueda hacer balance de la vida sobre tal error de cálculo, y, sin embargo, es lo que ellos han conseguido hacer.
Como resultado, algunos periódicos se han hecho eco del artículo de The Humanist ─órgano oficial de la Logia masónica americana─, y han comenzado la campaña; un periódico serio como Le Monde se ha visto fracturado, publicando casi un artículo al mes; es la frecuencia sobre la eutanasia─ por otra parte, la misma que se utilizó para la campaña del aborto. Hay que comenzar poco a poco: no más de un artículo al mes en un periódico como Le Monde y no más de una secuencia en televisión cada dos meses. Tiene que ser un tema de conversación, y cuando se hable de ello se convertirá, como decimos actualmente, en «un problema». En cuanto llegue a ser un problema, en ese momento, pensarán que han ganado.
Y no es falso del todo porque la técnica llama, por un lado, a la curiosidad y, cuando se habla de algo, la gente quiere demostrar que lo ha leído y que están a la última, y, por otro lado, llama a la misericordia. Es importante recordar que, si la ley del aborto ha entrado en nuestro país, ha sido exclusivamente por el argumento de la «misericordia». La misericordia no debería traspasar los límites de la ley natural. Pero, sin embargo, aquí está.
Cuando empezamos a decir que hay situaciones con el «si…» y con el «en algunos casos», acabamos guillotinando a todo el mundo. Ya se ha hecho muchas veces. La expresión «hay casos en que» permite acercarse cada vez más a donde la mayor parte de la gente no querría ir o a donde se les ha llevado.
En América no se habla específicamente de eutanasia, se suele hablar de «Mercy Killing», es decir, de matar por piedad, por misericordia. Enseguida vemos cómo alguna de nuestras grandes conciencias, especialmente entre determinados católicos, ceden a la seducción de esta suave propuesta. Cuando vemos una persona que está así o asá, que está en tal situación, preguntad a la sociedad, preguntad a la familia, preguntad a los médicos, preguntad a las enfermeras, consideradlo todo, etc. Poco a poco, la población se deja influir diciéndose: «Bueno, realmente son casos muy raros, el mío no es así. Incluso si lo fuera, yo no lo haría». Pero va entrando poco a poco, suavemente; nadie habla de ello, pero el clavo entra un poquito más cada día, al ritmo actual del periódico Le Monde, un artículo al mes.
Cuando pasen a publicar un artículo cada quince días, ustedes empezarán a preocuparse de verdad.
El proceso de Lieja
Cuando pensamos en la eutanasia por compasión, como dicen los asesinos caritativos, no debemos olvidar que tienen una parte de la población de su parte. Y no es mentira del todo: es algo real. Recuerden lo que ocurrió en Lieja.
Había una niña en Lieja, hace unos diez o quince años, que había nacido sin brazos ni piernas porque su madre había tomado talidomida. Por decisión del médico de la familia, ante las súplicas de la familia, se preparó un biberón creo que con Vetonal y la madre se lo dio al bebé, que murió. Quizá recuerden que hubo un juicio y que no sólo la madre, sino también el médico, fueron imputados; y lo más importante, que les sacaron a hombros a la salida de la sala del juicio.
Son el tipo de cosas que no debemos olvidar, pues así es como reacciona la población. De verdad: les sacaron a hombros; esto significa que, en cuanto se recurre a un sentimiento de piedad y, a la vez, de miedo ─de hecho, más al miedo que a la piedad ─ podemos conseguir lo que queramos de la gente, si se la ha preparado lo suficientemente bien.
El ejemplo de Anne Keelan
En el momento actual hay otro proceso en curso, el de Anne Keelan. Es una joven americana que entró en coma y era adicta a las drogas. De vez en cuando tomaba «tripis», viajes con las drogas, e hizo uno para el que no estaba preparada. Quedó en coma; la llevaron al hospital y, viéndola en coma profundo, le pusieron un respirador. Así estuvo varios meses. Pasados varios meses más, los padres, que no podían seguir pagando la factura del hospital, iniciaron un proceso judicial para que le retiraran el respirador. «Está en coma, está muerta como “persona” y pedimos que le retiren el respirador».
La historia es extremadamente instructiva, pues en América y en Europa, muchos periódicos, entre ellos Le Monde, han hablado mucho del juicio de Anne. Todos los eutanasistas, todos los buhoneros de la muerte han salido a toque de corneta para decir que se trataba de algo absolutamente abominable. Yo mismo he leído un artículo, en un periódico que se dice serio, que explicaba con frialdad a sus lectores que era inaceptable seguir provocando sufrimientos intolerables y absolutamente insoportables a una persona de la que se decía, además, que estaba en coma profundo.
Los lectores se lo tragan todo y no se dan cuenta de lo que dice el párrafo anterior, que estaba en coma profundo, es decir, mucho más profundo que bajo anestesia general, y, no obstante, nos dice que era absolutamente necesario retirar la ventilación, es decir, impedir la función pulmonar, porque eso es lo que le produce un sufrimiento intolerable. Esto fue juzgado en el Tribunal de Nueva Jersey; hubo muchos alegatos y, finalmente, los juristas, americanos todos, decidieron que no se podía infligir a los padres un daño material tan elevado, a saber, pagar el hospital. En consecuencia, los padres tenían derecho a exigir que se interrumpieran los cuidados.
He olvidado darles todos los detalles de la cuestión. Tuvo mucha repercusión, porque era el caso soñado por los eutanasistas. Los médicos no querían detener los aparatos, porque Anne Keelan tenía un ligero reflejo foto-luminoso y, cuando no movía los ojos, era absolutamente insensible a todos los estímulos que podamos imaginar. Pero, por el contrario, había un ligero reflejo fotomotor cuando se le iluminaban fuertemente los ojos. Sin embargo, el juez se rindió, y como el poder lo tenía la justicia, fue la justicia la que tuvo que desconectar el respirador, por orden de los padres.
El resultado fue extraordinario: Anne Keelan todavía vive. Los médicos tenían razón al decir que no estaba muerta. En lo que se equivocaban era en que ella podía vivir sin respirador. Pues, una vez le desconectaron el aparato, continuó respirando espontáneamente y todavía respira. Sigue en coma; se alimenta exclusivamente a través de una sonda gástrica por la que recibe alimentos hervidos, como los bebés. Tiene el plan de un bebé, pero, dejando esto de lado, no necesita ningún cuidado especial y aún vive. En un momento volveré al tema de los comas prolongados para decirles lo que ocurre de verdad, pues se trata de una cuestión muy seria.
El ejemplo de Anne Keelan es verdaderamente interesante. Ustedes no habrán vuelto a oír hablar de ello. Yo sé que Anne Keelan vive todavía, pero ningún francés que haya seguido en los periódicos el juicio y la condena a muerte de Anne Keelan, por la justicia americana, explicando que tenían derecho a apagar el botón porque costaba muy caro, lo sabe. Nadie sabe que Anne Keelan vive, aunque hayan apagado el botón. ¿Por qué? Porque sería burlarse de todos los argumentos de los eutanasistas. Habían montado el caso maravillosamente, creyendo tener el equivalente al juicio de Bobigny 1 y ─¡Oh, desgracia!─, en lugar de morir limpiamente, tal como los eutanasistas querían, esta persona sigue viva sin necesidad de recursos ni de técnicas excepcionales.
Porque alimentarla con calditos por medio de un tubito es muy parecido a hacerlo con una tetina.
Un juicio que no tuvo lugar
Hay un último caso sobre el que quiero hablarles y del que no habrán oído hablar. Ocurrió el 3 de marzo de 1977, en el departamento del Sheriff de Orange County en California. Un policía americano descubrió lo siguiente: un aborto en una clínica de Santa Ana, cuya dirección proporciona. Una mujer ha traído al mundo, después de recibir una inyección salina, una hija. El médico, que había puesto la inyección que debía haber matado al bebé, no asistió al aborto y la enfermera que asistió vio que la niña vivía y la metió en una incubadora.
Una vez que la niña estaba en la incubadora, telefoneó al médico que había provocado el aborto. El doctor Waddill se molestó: fue a ver al bebé y, reparando en que aún vivía ─habían pasado ya varias horas desde que se provocó el aborto─, hizo que todo el mundo saliera de la habitación y, cuando él salió, el bebé ya no vivía. Se hizo una autopsia al bebé y el resultado formal decía: muerte por estrangulamiento manual. Además, otro médico vio por un lado del pasillo la maniobra realizada para matar al niño.
Si hago referencia a los tres procesos es porque tienen algo en común. Que se saque a hombros a un médico que ha hecho matar a un niño; que se intente matar a una mujer, sin éxito; y el que no se considera, pero que se haya matado a un niño, aunque se sepa que hubo un homicidio. Esto da una idea de la pérdida progresiva de respeto a la vida humana en nuestras sociedades y de una especie de terror, en vez de la merecida reverencia.
Las personas que propugnan esta campaña a favor de la eutanasia tienen miedo de que tengamos mucho respeto a la vida humana, pues, si respetamos mucho la vida de los hombres, es posible que respetemos menos sus teorías. Da la sensación de que sus teorías van por otro lado. El desarrollo de sus argumentos fue, en realidad, el mismo en los tres casos. Uno de los argumentos es: «No vale la pena vivir más allá de un determinado estado de enfermedad». En consecuencia, debemos recompensar a quienes liberen de la vida a las personas que sufren tanto. Eso fue el proceso de Lieja. Otros les dirán que cuesta demasiado dinero y que, cuando la carga es muy grande, tienen derecho a desprenderse de quienes les fuerzan a asumir ese precio. Es la historia de Anne Keelan. Y, finalmente, otros les dirán que, después de todo, una vez que aceptamos eliminar a los que molestan cuando son pequeñitos, podemos no condenar a quienes los matan cuando son algo más grandes.
Había olvidado decirles que el bebé del que les hablaba tenía algo más de siete meses y que el aborto se realizó en la trigésima primera semana.
Debemos tomar nota de esta jurisprudencia tácita: tenemos perfecto derecho a ir un poco más allá de lo que dice tal o cual ley y, en consecuencia, liberar a la sociedad de una carga al mismo tiempo que aliviamos a los que sufren el problema del dolor.
En Francia, el proceso se ha puesto en marcha
Los resultados en Francia son, de momento, tan pobres que no podemos considerar que hayan atrapado a la opinión pública. Lo han intentado. Les pondré un ejemplo muy concreto: un comentarista me pidió que debatiera con una persona cuyo nombre ignoro y que acababa de perpetrar un libro sobre la eutanasia. Le contesté: «Ese tema no me interesa en absoluto». Y con gran honradez (no era él quién hablaba, sino su secretaria), tuvo la gentileza de decirme: «Usted sabe que, si no acude, no podremos presentar el libro».
Es una técnica muy simple. Ustedes saben que para hablar de un tema así ─que tenemos derecho a matar a las abuelas─ es necesario presentar a la vez a alguien que diga que no está a favor de matar a las abuelas. De otra manera, el público no lo entendería. Si encontramos un defensor, conseguiremos inocular un poquito de veneno.
Por el momento, los médicos han estado algo vacunados (los que piensan bien, los que respetan la vida de las almas) frente al asunto del aborto. Por el momento, no han agachado la cabeza ante la eutanasia. Es cierto que hay dos o tres que han salido por la tele, pero no es lo habitual. Todavía no han roto el muro ni de la indiferencia ni de la reticencia. Y hay una razón para ello, dado que la situación es muy diferente de la del aborto.
Los ancianos, incluso los de los asilos, acuden más a votar cuanto más enfermos y menos conscientes están. Si ustedes han ejercido la medicina o visitado residencias, conocerán la actividad que algunas personas despliegan el día antes de unas elecciones. Es algo de lo que no se habla en público; soy el único que se permite hablar de estas cosas.
Efectivamente, es algo que no se puede perder de vista. Pienso que, aunque podamos decir que en Francia aún no ha hecho presa, el proceso está muy, pero que muy bien puesto en marcha. Empezaremos a aceptar que se deje de reanimar a algunos niños, que dejemos de proporcionar cuidados costosos a enfermos que sabemos no se recuperarán mucho y, dicho de otro modo, empezaremos a ahorrar.
También hay que decir que el peso de la sociedad mayor y enferma (no hablo de los ancianos que se conservan bien; hablo de los ancianos enfermos o postrados en cama) cuesta grosso modo lo que unos centímetros de autovía al año. ¡No es mucho para un país!! Y comprendemos los cálculos tan sórdidos que se hacen a partir del elevado coste de la medicina, incluso los que hace el ministerio de sanidad, tan caros que no podremos prolongar indefinidamente la vida, que hay pesos muertos vivientes y que, desde el punto de vista financiero, no es soportable, y cosas así. Son expresiones preocupantes.
La medicina para curar…
Vista la situación, me gustaría decirles por qué les estoy hablando: parece ridículo que un genetista, que es un hombre interesado por la vida, les hable de la forma de acabar con ella. Me gustaría verlo desde un punto de vista médico. Creo que podemos decir, sin forzar el argumento, que la tecnología moderna, al contrario de lo que se dice, no ha cambiado nada en el correcto ejercicio de nuestra profesión y que la eutanasia no está más de moda hoy en día, a consecuencia del progreso, de lo que estaba hace diez, cincuenta o miles de años.
La medicina no ha cambiado. Para hacerlo fácil, vemos que está fundamentada en dos aforismos: el primero, probablemente el más difícil de cumplir siempre, es «primum non nocere»: lo primero es no hacer daño. Es lo primero que aprendemos cuando comenzamos los estudios de medicina. Ya no hablamos en latín, pero lo decimos en nuestra lengua: «Lo primero es no hacer daño». Es la forma más simple de resumir los actos médicos: lo primero es no agravar lo que ya se ha manifestado difícil de forma natural. Para un médico, la idea de terminar con un enfermo es algo no sólo contrario a la medicina, sino a su misma razón de ser. Pues, si las personas no enfermaran, no habría médicos y si los médicos estuviesen a favor de la enfermedad, los enfermos no irían al médico.
Es de perogrullo. Pero es que estamos al servicio de los que no se encuentran bien. La idea de hacerles más daño que la naturaleza va en contra de nuestra razón de ser.
Hipócrates dijo con claridad en su juramento que nunca daríamos veneno, «aunque nos lo pidieran», y añade «ni siquiera para un esclavo», cosa sorprendente para esa época, cosa que demuestra hasta qué punto rechaza eliminar a un ser humano.
El segundo aforismo del que les quería hablar es «deinde curare», es decir, «luego cuidar». En primer lugar, no hay que hacer daño; después hay que intentar ser útil. Pero, cuando decimos, «deinde curare», no hay que tomarlo en el sentido de la virtud curativa y en el sentido de la sanación. «Curare» quiere decir sanar, pero también quiere decir «ocuparse de»; quiere decir «administrar cuidados»: por eso también decimos que un sacerdote es un «cura», es decir, que tiene encargada la «cura» de sus fieles.
Es habitual no saber muy bien hacia dónde va la situación actual. Supongamos un ahogamiento: en presencia de un ahogado, ustedes tienen a alguien aparentemente muerto, y es una muerte ─con la precisión del lenguaje médico─ «constante y definitiva». Ocurre que reanimamos a muchos ahogados en los que no se aprecia ninguna actividad eléctrica, ninguna actividad cardiaca, ninguna actividad respiratoria y que suelen volver a tener una vida normal; si no han dejado de respirar mucho tiempo, no les quedan secuelas.
Si el médico hace un diagnóstico equivocado diciendo «seguramente esté muerto», le causa un grave perjuicio, porque le podríamos reanimar. Y sabemos lo importante que es intentar reanimarlo, incluso cuando no estamos seguros de conseguirlo, porque hay casos en los que sí sucede.
O sea, que se hace necesario identificar el momento de la muerte, conocer la definición fisiológica de la muerte, para que los médicos podamos afirmar lo que le he dicho hace un momento, que es «constante y definitiva» y determinar a partir de qué momento resultaría inoportuno proporcionar cuidados.
Las dos cosas están íntimamente relacionadas y pienso que siempre se debe aplicar el sentido común. Cualquiera sería culpable de no proporcionar cuidados a una persona en peligro. La ley también contempla «la omisión de socorro a una persona en peligro». En caso de urgencia, todo médico podría ser condenado si se niega a prestar cuidados, incluso mínimos, incluso inútiles, a una persona en peligro.
Queda por definir lo que es una persona en peligro. Para nosotros, una persona en peligro es una persona que todavía vive. Sabemos que, cuando está muerta, lo que hay es un cadáver y ya no es una persona.
Entonces, toda la discusión gira en torno a saber a partir de qué momento el sujeto del que nos tenemos que ocupar —entiendo que en la fase final de su existencia, por accidente o por enfermedad—, es todavía una persona o es ya un cadáver.
… hasta la muerte cerebral
Los criterios de la muerte son relativamente fáciles de llevar a un solo criterio, que es el de la muerte cerebral. ¡No creo que nadie discuta que una persona cuyo corazón aún late y cuyas funciones están en un estado excelente, pero que ha recibido un golpe en la cabeza con un martillo pilón, esté muerta! Si el accidente no ha afectado a la columna vertebral, es perfectamente posible que el corazón lata durante mucho tiempo y que respire durante un lapso no despreciable.
Así es como estaba John Kennedy después de su accidente. Una parte de su cerebro estaba extendida sobre el asiento de su limusina, pero el corazón seguía latiendo. Murió una hora después de llegar al hospital. Como le habían reanimado enseguida, desde el punto de vista fisiológico, vivía, aunque ya no tuviera cerebro.
Lo contrario sería más complejo. Supongamos que asistimos a una decapitación y que, en el momento en que la cabeza cae sobre el suelo ─ustedes me perdonarán este ejemplo tan descarnado, pero es necesario que les cuente lo que sabemos─, si recogemos la cabeza del ejecutado y la conectamos inmediatamente a una máquina de irrigación que esté bien hecha, cosa que, según la información disponible actualmente, no es teóricamente imposible, nadie admitiría que esta cabeza que se ha mantenido en supervivencia sea un ser vivo. Y sería posible, al menos en teoría, tener un cerebro completamente aislado del cuerpo y que la persona continuase pensando como antes, sin sentir, evidentemente, las sensaciones que acuden por todo el cableado del cuerpo.
En resumen, podemos decir que, cuando el cerebro está vivo, la persona está viva. Cuando el cerebro está muerto, estamos razonablemente seguros de que la persona ha desaparecido y de que no queda más que su cadáver. Entonces, ¿cómo podemos saber dónde está la vida cerebral del enfermo que tenemos delante? Está el asunto de los comas. Los comas prolongados forman parte, a decir verdad, de una gran parte de los argumentos de los eutanasistas. Según ellos, «los progresos de la medicina son tales que los comas se prolongan más que antes, lo que nos lleva a mantener con vida a personas que ya están muertas». Pero, cuando vemos lo que ocurre con los comas, nos damos cuenta de que las cosas no son tan sencillas, al menos ex abrupto, es decir, con muy poco tiempo. Hay comas prolongados, como el de Anne Keelan, que están relacionados con un accidente cerebral, aunque no con una muerte cerebral. Anne Keelan respira sola y hay muchas razones para pensar que no están tan anestesiada como parece. En su caso concreto, no sabemos nada, pero les voy a referir otro caso que ha estudiado Lhermite, uno de nuestros mejores neurólogos, un caso de una mujer, que se parecía mucho al de Anne Keelan, consecuencia de un accidente y no de una intoxicación. Esta mujer no tenía movimiento alguno; recibía alimentación por medio de una sonda y respiraba espontáneamente. No podía responder a ninguna pregunta, a ninguna petición. Sin embargo, un día, una de las enfermeras, dijo: «Se ha arrancado la perfusión». Algo que parecía imposible. Volvió a hacerlo otro día. Entonces, los neurólogos la examinaron y se dieron cuenta de que, efectivamente, tenía cierto movimiento de brazos, extraño, pero de cierta amplitud y que le permitía moverlos cinco o seis centímetros, muy despacio, todo sin que se pudiese notar ningún reflejo visual ni hubiese nada más que se pudiera observar. El neurólogo demostró mucha paciencia y mucho ingenio. Se dio cuenta de que la persona le entendía y empezó a hablarle. Llevó mucho tiempo; al final establecieron un código, ella levantaba la mano una vez para decir «sí» y dos veces para decir «no». Era algo muy fatigoso, pues ella se agotaba con pocos movimientos. Pero él pudo confirmar que ella sabía perfectamente cuál era su nombre, también los de sus hijos y que recordaba la fecha en que tuvo el accidente. Dicho de otra forma, esta persona, que estaba emparedada en una parálisis total y que, probablemente, no tenía activada más que una zona muy pequeña ─la que se encargaba de la motricidad de su brazo─ no sólo era capaz de responder, sino también de razonar, pues resolvió con éxito algunos ejercicios de cálculo mental, respondiendo a lo que era verdadero o falso, sin equivocarse ni con los números ni con los resultados.
El «silencio eléctrico» prolongado no es un criterio
Este tipo de coma demuestra que, con frecuencia, no sabemos con precisión, con el mero examen neurológico, por cuidadoso que sea, afirmar con certeza si todo el sistema cerebral ha perdido su actividad. Ciertamente, también contamos con otros criterios, como los encefalogramas. Conectamos electrodos en el cráneo, captamos las señales eléctricas emitidas por la actividad de las células cerebrales y vemos cómo una aguja se desplaza sobre un papel. Decimos que, cuando el electroencefalograma es plano, el individuo está muerto, es decir, que no tiene actividad cerebral alguna. Esto es verdad en el sentido de que, efectivamente, un cadáver no tiene actividad eléctrica, pero no es cierto en el sentido de que una persona completamente viva puede pasar por un período de silencio eléctrico prolongado.
Les pondré dos ejemplos. El primero es el de las operaciones a corazón abierto. Con los adultos, las operaciones a corazón abierto se hacen utilizando un cóctel de medicamentos que ralentizan las reacciones del organismo y una máquina que, mientras el corazón está abierto, bombea la sangre en su lugar.
Con los niños pequeños, podemos utilizar un sistema mucho más sencillo. Enfriamos la temperatura del niño por debajo de los 25 ºC, hasta quizá los 15 ºC. Esto es relativamente fácil con niños pequeños, pues la potencia de las máquinas, tanto para bajar como para subir la temperatura, es tal, en relación con su organismo, que la podemos controlar.
Por debajo de 25 ºC, el silencio eléctrico es total. El electroencefalograma es totalmente plano. Mientras tanto, podemos clampar el corazón perfectamente, aún mejor, los vasos que salen de él y privar al cerebro de riego durante un tiempo mucho mayor que si el niño estuviese a temperatura normal.
Seguidamente, cuando ya lo hemos recosido todo y hemos recalentado al niño, se despierta y está como antes, no ha olvidado nada y recupera todas sus facultades intelectuales.
Dicho de otro modo, sabemos que en un estado artificial de hipotermia y utilizando determinados medicamentos, podemos aniquilar toda la actividad eléctrica cerebral y preservar las posibilidades de que una persona recupere la utilización normal de su sistema nervioso.
La cosa es todavía más extraña con el coma barbitúrico, es decir, las personas que se suicidan con amital o con veronal 2 . Sabemos que, durante el coma barbitúrico se puede producir un silencio eléctrico total y, sin embargo, podemos recuperar al paciente, sin secuela alguna, en un plazo de dos, cuatro, ocho, diez días. Es decir, un plazo que, si el sujeto no hubiese tomado barbitúricos, sería considerado definitivo para determinar su muerte ─muerte «constante y definitiva», tal como lo entienden los médicos, es decir, que no es posible ningún tipo de reanimación.
Eso quiere decir que el criterio neurológico, aun siendo muy importante, no es definitivo. Tampoco lo es el criterio eléctrico. De hecho, sólo habría un criterio: abrir la caja craneana y ver en qué estado está el cerebro. Ese criterio da mucha seguridad, porque todas las historias acerca de comas prolongados, en las que la medicina era culpable de mantener cadáveres semi refrigerados a cargo del contribuyente, tales historias son cuentos de eutanasista, pensados para asustar a los niños antes de dormir. Pero no son ciertas, tal como hemos expuesto, pues sólo sobreviven las personas que conservan su integridad y, cuando el coma entraña la muerte cerebral, ni toda la maquinaria que podamos utilizar impediría que el cadáver se descompusiera en algunos días.
Dicho de otro modo, el único error que cometerían los médicos sería el de equivocarse en unos días en cuanto a la fecha del deceso. La idea de mantener cadáveres durante mucho tiempo mediante el uso de la tecnología, de tubos y de máquinas, es una idea falsa, pues, si el cerebro sufre lesiones definitivas y la persona está muerta, el cuerpo no se puede mantener con vida durante mucho tiempo.
Aunque no podamos extraer de lo anterior una explicación más clara, sabemos que las cosas son similares con los órganos. Todos los especialistas que hacen trasplantes de órganos dicen que es necesario obtenerlos frescos, para mantenerlos en las mejores condiciones de supervivencia, incluso refrigerarlos un poco, como en el caso de los menores anestesiados, y no podemos conservarlos mucho tiempo, para que sean realmente útiles en caso de trasplante. Cuando el organismo ha perdido lo que le confiere la unidad, lo que asegura sus funciones, a saber, el sistema nervioso central, sean cuales sean las técnicas que empleemos, no podemos mantener el organismo vivo. Podremos conservar algunas partes; por ejemplo, un fragmento pequeño, para meterlo en una probeta y cultivarlo como hacemos con las células. Sabemos cultivar células y la verdad es que actualmente cultivamos células de personas que han muerto hace mucho tiempo. Pero esas células no son más que fragmentos del organismo y no se parecen absolutamente en nada a lo que era el sustrato en el que podía evolucionar la persona en el organismo del que se habían obtenido las células.
¿Cómo definir la muerte?
Tener la capacidad de conseguir una supervivencia no definitiva, aunque sí muy prolongada, de las células del cuerpo fuera de la persona, nos permite dar una definición formal de la muerte. En efecto, cuando tenemos tejidos de un individuo y los queremos conservar, tenemos dos posibilidades: una es conservarlos a buena temperatura, en un medio adecuado para que las células se mantengan bien y se multipliquen. Como irán llenando la probeta, cada dos o tres días, según lo rápido que crezcan, cogeremos algunas células y las introduciremos en una nueva probeta en la que sólo estarán las mejores, pues tiraremos el resto. Estas continuarán creciendo y volveremos a hacer lo mismo; así indefinidamente. Si guardásemos las probetas, como la progresión es geométrica, pronto no tendríamos espacio en el planeta, y eso a partir de un modesto cultivo que cabía en la punta de un dedo. Tenemos otra posibilidad, congelar las células: vamos bajando la temperatura progresivamente, tras haber incorporado un producto que evite que el agua cristalice. Vamos alcanzando una temperatura cada vez más baja, hasta llegar a la temperatura del nitrógeno líquido, que es de -180 ºC. Podríamos bajar aún más la temperatura, pero les saldría muy caro a los biólogos. Podríamos meterlas en helio líquido, que no está muy lejos del cero absoluto.
Siempre en teoría, podríamos llegar casi al cero absoluto; y, en ese momento, alcanzar la suspensión total de la vibración de las moléculas, de todo aquello que constituye la materia de las células. Lo importante es recalentarlas despacito para que vuelvan a su funcionamiento normal. Sabemos perfectamente ─es algo que se hace habitualmente en los laboratorios─, congelar una cepa de células durante un año, dos años, cuatro años y luego recalentarlas y volver a cultivarlas para obtener kilogramos de ellas, si hace falta.
En cuanto las células están en un medio frío, cercano al frío absoluto, estamos seguros de que no sufrirán ningún cambio, no se mueven, ni tienen actividad, no vibran. Por supuesto, no se reproducen, y tampoco tienen metabolismo alguno, no digieren nada, no producen nada. Sin embargo, ningún biólogo dirá que esas células están muertas. ¿Y por qué no admitiríamos que están muertas? Simplemente porque las sabemos hacer revivir.
Al contrario, supongamos que, en el momento de bajar la temperatura, no hemos incorporado el producto que impide que el agua cristalice. En el interior de cada célula, el agua habría formado cristales muy pequeños, agujas capaces de desgarrar la fina estructura que, a escala molecular, constituye precisamente la máquina de la vida. Si yo supiera que hemos congelado esa cepa de células sin haber puesto el producto, diría con certeza que esas células están muertas. Porque sabría que es imposible hacer que revivan. Estando seguro del fenómeno, pienso que ningún biólogo del mundo contradiría estas dos opiniones. Si la manipulación se ha realizado con éxito, las células tienen la vida en suspenso, pero no están muertas. Si se ha realizado mal, hablamos de cadáveres de células congeladas, ya que no pueden revivir. Esto es asombroso, pues nos muestra que la definición más estricta, la más científica, la más empírica y, a la vez, la más operativa de la muerte es, simplemente, el abandono de la esperanza. No hay otra definición. Sólo se determina la muerte cuando llegamos a la convicción de que sería absurdo esperar que pueda haber vida. Da igual que se trate de células o de la persona de la que hablábamos antes, tratando de saber si su cerebro estaba, o no deteriorado.
No sé si he sido lo suficientemente claro en relación con los comas prolongados; quizá haya olvidado explicar que sabemos que, en caso de coma que entrañe muerte cerebral, no hay posibilidad de supervivencia. Pero hemos llegado a saberlo porque nos dimos cuenta de que lo más peligroso y más importante no eran las señales neurológicas, las señales eléctricas, sino los signos de circulación sanguínea cerebral. El cerebro es el mayor consumidor de azúcar de nuestro organismo y todo está ordenado de forma que su cerebro tome azúcar incluso cuando a usted le falte. Así, los diabéticos no caen en coma hasta que su cuerpo está completamente privado de azúcar, tras haber servido al cerebro, lo más importante. Pero necesita de una circulación sanguínea constante; resiste bien la asfixia, es decir, la falta de oxígeno, siempre que la sangre fluya, aunque sea negra.
Cuando se detiene la circulación, la destrucción es extremadamente rápida, cosa que explica por qué en los comas verdaderamente prolongados no hay posibilidad de supervivencia, pues cuando realmente no ha habido circulación cerebral durante minutos, el cerebro está casi deshecho. Se deshace a gran velocidad, no durante la asfixia, sino cuando no hay ninguna posibilidad de circulación sanguínea.
Ahora bien, con los métodos actuales, gracias a los cuales sabemos medir la circulación bastante bien, podemos identificar si, en caso de coma prolongado, una persona conectada a una máquina tiene, no tiene, casi tiene o todavía no tiene lesiones cerebrales irreversibles. Dicho de otro modo, si acudimos a la vez a la técnica y al sentido común, podemos dar la vuelta al argumento fundamental de los eutanasistas, es decir, el de la técnica que prolonga la vida humana de forma indebida, pues, gracias a la misma técnica, podemos saber a partir de qué momento la muerte cerebral elimina la vida.
¿Es necesario hacer siempre todo lo posible?
Hemos de aceptar que la definición de la muerte no es suficiente para considerar el fin de la existencia. Por supuesto, esto resuelve la cuestión sobre si los médicos que aprietan el botón de un respirador son eutanasistas que matan a sus pacientes. Eso es absolutamente falso, los médicos honrados, los neurólogos honrados, es decir, la inmensa mayoría de los médicos, me atrevo a decir que la totalidad de los médicos de nuestro país no aprieta el botón hasta que el paciente está muerto. Lo dicen de una manera muy sencilla: «Mientras está ahí, mantengo la máquina en marcha, y cuando se va, la apago»; cosa muy técnica y de sentido común a la vez, pues iría en contra de la medicina querer prolongar la presencia de un cadáver. Pero no es de la liquidación de pacientes de lo que hablamos en la campaña a favor de la eutanasia, sino de los cuidados que debemos proporcionarles, o no, para pasar inmediatamente a dejar morir a la gente o acelerar un poquito su tránsito.
Lo primero que hay que preguntarse es si siempre debemos hacer todo lo posible. Podemos preguntárnoslo para los dos extremos de la existencia.
Por ejemplo, algunos dicen: ¿Es razonable ayudar a sobrevivir a un niño que nace con una discapacidad producida por una enfermedad que no sabemos tratar? Por ejemplo, cuando un niño sufre la trisomía 21, porque tiene un cromosoma de más y será débil mental, si además tiene una atresia esofágica, es decir, que su tubo digestivo no está conectado y, en consecuencia, no puede alimentarse, ¿debemos operarle?
Hay quien dice que no vale la pena operar porque, aunque le arreglemos la anomalía del tubo digestivo, seguirá siendo débil mental, por lo que es mejor dejarle morir.
Esta manera de actuar es en sí misma una barbaridad. Es absolutamente indigna de la medicina, pues no somos quiénes para preguntarnos qué vida tendrá nuestro paciente. Si tuviéramos que preguntarnos por el cociente intelectual que le quedará al accidentado en carretera que nos llega en coma, no sé si salvaríamos a muchos. Porque nadie podrá asegurar que se vaya a recuperar completamente y hay personas que, tras sufrir un accidente de tráfico, parecen débiles mentales. Sería absolutamente criminal hacer un juicio diciendo: me niego a operar a ese, porque no sé qué va a pasar con él.
Es evidente que, cuando se trata de una malformación que no sabemos curar, parece tonto e injusto tratar de hacer algo por el hecho de hacer algo. Sería absurdo, por ejemplo, en el caso de un niño que nace anencefálico, es decir, cuyo cerebro no se ha desarrollado, conectarle a un respirador con el pretexto de que, si no lo conectamos, vaya a dejar de respirar en unos minutos. Sería absurdo, pues sabemos con un grado de certeza razonable para ese caso, que no hay posibilidades de que una intervención modifique su destino más que algunas horas y que no le va a portar nada de provecho.
En ese caso sería poco razonable emplear medios extraordinarios.
Este tipo de abstención debe ser muy ponderado y no deberse más que a nuestro convencimiento de la imposibilidad de hacer algo útil. La otra posibilidad, la del niño al que rechazamos operar, no es sólo, como les decía hace un momento, completamente inhumana, sino totalmente anticientífica. Cada progreso médico la ridiculiza más. Voy a ponerles un ejemplo: hace unos quince años, los niños prematuros se metían en incubadoras ─hablo de los primeros tiempos en los que empezábamos a ser capaces de mantener con vida a los prematuros, para conducirles a una vida normal y autosuficiente. Nos dimos cuenta de que una gran parte de ellos se quedaban ciegos y nos dijimos: «Es porque son prematuros, los prematuros se quedan ciegos y tenemos que dejar de reanimar a los prematuros». Para los eutanasistas racionalistas humanistas, parecía convincente, pero no para los neonatólogos franceses, que se decían: «Quizá no sea porque son prematuros, sino porque no los cuidamos bien». La situación ha sido confusa durante mucho tiempo, hasta que descubrimos que lo que les producía la ceguera no era el ser prematuros, porque no todos los niños prematuros que nacían en zonas rurales y a los que metíamos en incubadoras y lograban sobrevivir, se quedaban ciegos. Lo que los mataba era el oxígeno. Les dábamos oxígeno para ayudarles a respirar, cosa que les dañaba la retina y les producía una fribroplastia detrás del cristalino que los dejaba ciegos.
A día de hoy, los prematuros no se quedan ciegos, porque hemos descubierto que había un error en el tratamiento y ya sabemos acompañarlos hasta la fecha de nacimiento sin que les queden secuelas. Esto es tremendamente instructivo, pues, si todavía lo desconociéramos, los eutanasistas nos dirían: «Ustedes no deberían reanimar y alimentar a un prematuro, porque se va a quedar ciego y deberían dejarle morir», cuando era simplemente un error médico lo que producía esta catástrofe.
Los que saben cuidar a los moribundos
Pienso que, para saber lo que hace falta en nuestras sociedades ricas y técnicas ante la proximidad de la muerte, lo mejor es preguntar a los que saben. Saben de eso quienes se ocupan de los moribundos y los cuidan. En Inglaterra hay dos instituciones que se dedican a los moribundos. Son centros (3) que no se dedican a curar a la gente, sino a acompañarlos cuando van a morir. Han conseguido aplicar técnicas verdaderamente notables. Ustedes saben que uno de los argumentos a favor de eliminar a los enfermos es el sufrimiento insoportable.
Se han interesado mucho por solucionar cada una de las dificultades relacionadas con cada enfermedad y sus estadísticas muestran que el 99% de sus pacientes mueren lúcidos y sin sufrimiento. Esto es difícil y requiere grandes conocimientos farmacológicos, así como, sobre todo, una dedicación extraordinaria por parte de las enfermeras. Por otro lado, no son verdaderas enfermeras. Las dos instituciones de las que les hablo son: St. Christopher y St. Joseph. Son dos fundaciones religiosas y las mujeres que realizan estos milagros cotidianos son monjas. Hasta aquí no hay nada sorprendente, porque hacen falta mucho más que cuidados y mucho más que técnica. Cuando vemos lo que ocurre en los últimos momentos de la existencia ─no hablo de la agonía neurológica, con el enfermo ya en coma y donde todo discurre como si estuviera anestesiado─, sino de los días o las semanas, en función de la enfermedad, o simplemente de las horas que preceden al momento en que el paciente entra en agonía, de la que probablemente ya no sea consciente.
Nos hemos dado cuenta de que lo que necesitan esos enfermos, son cuidados médicos inteligentes, es decir, en los que el remedio no sea peor que la enfermedad, para aliviar el dolor, más que para combatir una enfermedad que ya ha ganado. Es ahí donde se impone una gran experiencia, una verdadera sabiduría como médico; saber que no son razonables determinadas actuaciones quirúrgicas. Por poner un ejemplo, y sin entrar en detalles, les hablaré del final del general Franco. No me atrevería a decir que se trate de los cuidados ideales para un moribundo. Probablemente se hicieron cosas que los médicos, en su fuero interno, no habrían hecho por su padre. He ahí el ejemplo de utilización exagerada de la tecnología y no adecuada para una situación. Eso no quiere decir que los médicos tiren la toalla, sino, por el contrario, que hay un momento en que sabemos que el paciente se está muriendo. Llegado ese momento, nuestro deber no es el de precipitarla. Primero tenemos que saber si podemos y sabemos lo suficiente para ayudarle a dar ese paso consciente y sin sufrimiento: eso podemos hacerlo casi siempre. La clave para cuidar a esos pacientes es la delicadeza, que no le haga daño ni un pliegue de las sábanas; puede parecer ridículo ante una persona que suda el sudor de la agonía, pero si han padecido alguna vez una fiebre fuerte y han delirado, quizá recuerden que esos cuidados eran algo precioso, especialmente si no había nada más que se pudiera hacer por ustedes.
Evidentemente, refrescar la cara con un paño no está considerado algo que reanime a una persona, pero si han estado alguna vez en su vida en una situación en la que sentían que la vida se les podía escapar, sabrán que el menor gesto es un consuelo prodigioso, ya que es el único con el que podemos contar. Las personas también merecen que se las trate con discreción y respeto, incluso cuando aparentemente están inconscientes.
He referido el ejemplo del coma de la mujer aparentemente insensible a todo y que, sin embargo, sabía contar y recordaba el nombre de sus hijos. No sabemos en qué momento se queda inconsciente el enfermo. Sabemos que llega, porque al final de la vida, cuando agonizamos, estamos como bajo anestesia general. Pero tampoco lo sabemos todo de la anestesia general, y quiero ponerles aquí un ejemplo que me afectó profundamente, pues es el de mi madre. Hace algunos años operaron a mi madre y el cirujano me llamó cuando ella estaba ya abierta sobre la camilla del quirófano; hablamos del asunto y él decidió seguir adelante con una intervención que finalizó con éxito. Pero él se puso tan nervioso que tenía que pagarla con alguien y decidió que su cialítica (4), su proyector, estaba mal ajustado. Estuvo treinta o cuarenta segundos insultando a su jefa de quirófano porque había tocado su cialítica. Más tarde, ya relajado, continuó con la operación y la finalizó con éxito.
Lo que me preocupó profundamente es que, una vez despierta, como tres horas después, mi madre, ya completamente consciente, me dijo: «El caso es que hay algo muy curioso, tengo una palabra rondándome por la cabeza y no sé lo que significa». Yo le pregunto: «¿Cuál?». Ella me responde: «No sé lo que es una cialítica y no me quito la palabra de la cabeza».
No pudo escuchar esa palabra más que, a pesar de estar bajo anestesia general, no muy fuerte, dado que era ya mayor y no queríamos tuviera más molestias, pero anestesia general, a pesar de no recordar nada acerca de la operación, de no tener recuerdo de dolor alguno, de alguna manera, en algún nivel de consciencia durante la operación.
Por eso les digo que los médicos y sobre todo las enfermeras deben ser extremadamente discretas y respetuosas con el paciente, incluso cuando parece poco consciente. Nunca sabemos lo que pueden escuchar y estamos seguros de que, para un moribundo, oír que hablan de él como si ya estuviera muerto es probablemente lo más desagradable e irrespetuoso que se puede hacer.
Conclusión: la muerte, abandono de la esperanza
Por último, he dicho que no era casualidad que quienes se dejan atrapar por el arte de cuidar a las personas en los últimos momentos fueran cristianos: estoy seguro de que nunca han practicado la eutanasia, nunca han provocado la muerte de sus pacientes. No es nada sorprendente y se remonta a los primeros tiempos del cristianismo. Hay una paradoja aparente: los materialistas que no creen más que en la materia y que piensan que, después de la muerte, no hay más que un hoyo, querrían acelerar un proceso que ni siquiera saben impedir. Al contrario de los que creen en la vida eterna, que no sólo creen en ella, sino que la consideran el mayor anhelo, y por eso respetan con el mayor de los escrúpulos tanto la vida de sus semejantes como la suya propia, contra la que nunca atentarían. Tiene que haber una razón para ello, porque no es posible que materialistas y creyentes se contradigan así. En realidad, no hay contradicción.
Antiguamente los cristianos eran conocidos como aphoboy tanatou. Así les llamaban los griegos, y significa «los que no tienen miedo a la muerte». Eso confirma que nuestra definición de la muerte es la más empírica posible, pues la muerte es exactamente el abandono de la esperanza. Quienes tienen esperanza no mueren. Esta esperanza es la que determina el respeto a la vida y la ausencia de miedo a la muerte. Tener esperanza es lo que hace que se pueda cuidar con discreción, con afecto, con devoción a quienes van a pasar al otro lado, pues sabemos que la muerte no tiene la victoria.
¿No es la vida eterna una victoria sobre la muerte? ¿No es el miedo a la muerte el último de los sufrimientos de la vida por el que el Señor hace pasar a quienes han merecido la vida eterna? ¿No podríamos considerar que la ausencia de miedo a la muerte sea como un analgésico para la consciencia del enfermo, justo cuando más necesidad tiene de despertarse? Podríamos filosofar largo y tendido sobre la cuestión. De hecho, el Buen Dios hace lo que él quiere y como él quiere, y ni los médicos ni los discursos de los hombres pueden cambiar sus designios para los hombres y, sobre todo, para los que le han sido fieles y esperan que los llame a su presencia, cuando él desee y como él desee, y no según las decisiones de los hombres.
[1] NdT: Un sonado juicio político por aborto que tuvo lugar en Francia en 1972: una menor violada, una madre sin recursos, un padre delincuente… y Simone de Beauvoir con la organización feminista «Choisir», tratando de sacar partido de un caso muy desgraciado.
[2] NdT: Son productos ansiolíticos
[3] NdT: El original utiliza la palabra «hospices», que no tiene traducción al español, pues «hospicio» hace referencia a beneficencia, y no es el caso.
[4] NdT: Lámpara de proyector utilizado en quirófano para determinadas operaciones quirúrgicas